En el artículo de Urtasun Erburu et al., «Cáncer en los primeros 18 meses de vida»1, los autores describen que un 20,8% de los casos se presentaron con «síntomas amenazantes para la vida» y que más de la mitad de los diagnósticos totales (51%) tuvieron lugar en «estadios avanzados». Merece la pena reflexionar sobre la importancia del abordaje de estos pacientes desde un punto de vista ético y considerando la proporcionalidad de nuestras recomendaciones. A pesar de los avances terapéuticos, el cáncer del desarrollo continúa siendo la primera causa de muerte por enfermedad en la infancia, no siendo menos relevante la toxicidad generada en el superviviente.
El contexto actual de alta tecnificación nos sitúa ante un nuevo paradigma respecto a la enfermedad avanzada. Frecuentemente, la posibilidad de fallecimiento se diluye, en lugar de estar integrada en el proceso, trasladándose a un escenario de fracaso. Así, seguimos arrastrando expresiones como «vamos a por todas» o «tiramos la toalla», que además de influir en las expectativas familiares y del paciente, pueden determinar nuestra forma de atención.
«Ir a por todas» parece trasladar a quien lo oye que se incrementará el número de recursos con tratamientos probablemente intensivos con la misión única/última de erradicar la enfermedad o evitar el fallecimiento del paciente a toda costa. Como si el resto de nuestras actuaciones fueran «a medias», como si considerar otras esferas emocionales o sociales y una buena calidad de vida tuvieran menos valor como objetivo.
Igual de desafortunado y descontextualizado es «tirar la toalla», expresión que tiene su origen en el mundo del boxeo, donde el entrenador tira la toalla al ring cuando ve que su boxeador ha llegado al límite y no es capaz de ganar el combate: es símbolo de «rendición». Difícil desligarlo de las metáforas bélicas, donde hay vencedores y vencidos, siendo la muerte el enemigo mayor. ¿Dónde queda el papel del niño enfermo y su familia? ¿Acaso el esfuerzo ha de ser menor o no existe cuando la curación no es un resultado real?
Ninguna de estas expresiones, a pesar de su permanencia coloquial, define nuestra calidad de atención. En todo caso, la distorsiona y malinterpreta, pudiendo afectar a las familias y al personal sanitario. Pasan por alto los principios de proporcionalidad y justicia, valores éticos que deben estar presentes siempre en nuestra actuación. Una parte esencial de nuestro trabajo implica ponderar las medidas adecuadas para cada paciente alineando objetivos reales con la familia, a pesar de que estos no pasen por la curación de la enfermedad.
Es responsabilidad del equipo tratante ver más allá de la enfermedad del niño, ver el sufrimiento multidimensional más allá del cuerpo2. No es un trabajo exclusivo de las unidades de cuidados paliativos. No es una virtud innata del profesional. Es un proceso de aprendizaje dinámico e individualizado, con dificultades y adaptaciones, y con la casi obligación de erradicar de nuestro lenguaje clínico esas expresiones que tanto daño pueden hacer.