La obesidad infantil constituye sin duda uno de los principales problemas de salud a los que se enfrenta el mundo desarrollado, habiendo sido señalada por la Organización Mundial de la Salud como la epidemia nutricional de siglo xxi. Aunque las causas de esta epidemia son multifactoriales, incluyendo causas genéticas y ambientales, en general podemos admitir que el exceso de grasa corporal que define la misma se debe fundamentalmente a un desequilibrio entre la ingesta y el gasto energético. Son numerosos los autores que destacan la existencia de un ambiente obesogénico en nuestra sociedad, caracterizado por la disponibilidad a todas horas de abundantes alimentos ricos en energía, azúcares refinados, grasas saturadas y sal, el desarrollo de un ocio de tipo sedentario que incluye consumo de innumerables horas de televisión al día, consolas de videojuegos, teléfonos inteligentes, etc., y un descenso significativo de las horas dedicadas por los niños a la práctica de actividad física, tanto en forma de deportes como de juegos.
A pesar de que el concepto de obesidad está claro para todos, su diagnóstico adecuado continúa siendo fuente de discusión. Obesidad es equivalente a exceso de grasa corporal, por tanto, para su diagnóstico preciso se precisa un marcador o determinación somatométrica que mida adecuadamente dicho parámetro y que sea accesible para cualquier pediatra en su práctica diaria. La determinación de la grasa corporal total es posible con bastante exactitud, pero los métodos empleados para su medición solo están al alcance de unos pocos centros de investigación. Es por ello que, a pesar de su imperfección, el índice de masa corporal (IMC) haya sido adoptado como el mejor método para definir sobrepeso y obesidad. Si en adultos los valores de 25 y 30kg/m2 son unánimemente aceptados como puntos de corte, respectivamente, para sobrepeso y obesidad, en pediatría la circunstancia es notablemente distinta. La propia naturaleza del niño, como un ser en crecimiento cuya composición corporal cambia a lo largo de los años, impide la existencia de un único valor para todos los rangos de edad y sexo. En este punto surgen las discrepancias a la hora de valorar el estándar adecuado para comparar. No obstante, en los últimos años parece haberse impuesto la definición basada en valores estandarizados («Z»), de manera que se considera sobrepeso valores de IMC iguales o superiores a +1 y obesidad a valores iguales o superiores a +2.
La importancia de la obesidad infantil no radica principalmente en su asociación cada vez más frecuente con el desarrollo de comorbilidades (diabetes mellitus, hipertensión arterial, hígado graso…) en la edad pediátrica, sino en el hecho de que un niño obeso tiene altas probabilidades de convertirse en un adulto obeso y este tiene un mayor riesgo de mortalidad. Un estudio reciente realizado en adolescentes judíos demuestra que el tener un IMC elevado en la adolescencia se asocia significativamente a una mayor mortalidad cardiovascular y por cualquier causa en la edad adulta1.
La tendencia creciente de la prevalencia de obesidad infantil es generalizada en todo el mundo desarrollado, siendo especialmente llamativa en países como los Estados Unidos de América, donde dicha prevalencia se ha triplicado en las últimas décadas. En Europa, la obesidad infantil es un problema especialmente grave en los países del sur, entre los que se encuentra España. Esta tendencia, sin embargo, parece haberse corregido en los últimos años. Los resultados del estudio ALADINO, recientemente presentados y pendientes de publicación, ponen de manifiesto una disminución significativa de las cifras de obesidad y sobrepeso en los niños españoles. Resultados similares habían sido observados en Oviedo, en un estudio realizado en una muestra de colegios públicos de la ciudad, seguidos a lo largo de 20 años2.
El tratamiento de la obesidad infantil incluye medidas farmacológicas, no farmacológicas e incluso, en determinados casos, en adolescentes puede incluso llegar a precisar tratamiento quirúrgico. Dentro de las medidas no farmacológicas destacan fundamentalmente los cambios en la dieta y los cambios en el estilo de vida, con un aumento de las horas dedicadas a realizar actividad física y una disminución de las horas dedicadas a actividades de tipo sedentario.
En el presente número de Anales de Pediatría, Rajmil et al. presentan los resultados de una revisión sistemática de la literatura, en la que incluyen un total de 48 estudios realizados en población pediátrica, con el objetivo de analizar la eficacia de las intervenciones clínicas en obesidad infantil3. En su revisión se excluyen aquellos estudios de intervención sobre la obesidad que incorporen cualquier tipo de medidas de tipo farmacológico y/o quirúrgico, así como estrategias preventivas. Concluyen que, a pesar de la heterogeneidad de las intervenciones analizadas, las más efectivas a la hora de conseguir disminuir el IMC de los participantes son aquellas de tipo multicomponente, en las que se incluyan cambios en la alimentación, en la actividad física y en los hábitos de estilo de vida. Por otro lado, para que estas sean eficaces, deben incorporar a la familia e iniciarse en edades tempranas. Estos resultados están en consonancia con lo publicado en una reciente revisión Cochrane en niños de hasta 6 años de edad, si bien es cierto que los resultados obtenidos son de escasa magnitud4.
Existen estudios que demuestran la eficacia de estas intervenciones cuando se abordan desde atención primaria aplicando los principios de la entrevista motivacional. La entrevista motivacional es un sistema de comunicación centrado en el paciente que ha sido utilizado extensamente como método de modificación de conducta. Pretende construir un campo común que involucre al enfermo y al profesional, formando un grupo activo donde el paciente sea el miembro más importante. En el caso concreto de la obesidad infantil, la entrevista motivacional debe incluir obligatoriamente a las familias. El método se basa en la empatía, trata de evitar «etiquetar» al paciente, de evitar también la culpabilización del mismo y de aceptar ambivalencias, detectar las resistencias al cambio y en definitiva de generar afirmaciones automotivadoras que acaben desencadenando un cambio positivo.
Un problema observado generalmente en el tratamiento del paciente pediátrico obeso es la dificultad en conseguir adherencia al mismo y la dificultad para mantener sus efectos a largo plazo. Por ello, se antoja que la prevención puede suponer un enfoque más eficaz del problema.
Desde los estudios de Osmond y Barker5, la comunidad científica ha ido generando un ingente cuerpo de evidencias que ponen de manifiesto la existencia de una «programación fetal», por la cual, determinados eventos fisiológicos que acontecen en etapas tempranas de la vida desde la concepción hasta los 2 años de edad (los llamados primeros 1.000 días de vida), generan cambios permanentes en el metabolismo que de alguna manera favorecen el desarrollo posterior de distintas enfermedades y factores de riesgo cardiovascular.
Un adecuado control nutricional de las embarazadas, que garantice una ganancia de peso óptima durante la gestación, mantener la lactancia materna como alimentación exclusiva hasta los 6 meses de vida, la inclusión de alimentos sólidos de forma progresiva dentro de una dieta equilibrada que no contenga un exceso de proteínas animales y que contenga una adecuada cantidad de frutas y verduras, cereales de grano entero y escasa cantidad de azúcares simples, la monitorización reglada de la ganancia de peso y talla del niño en las consultas de atención primaria y la educación a los padres para que inculquen estilos de vida saludables a sus hijos, en los que prime el ocio activo sobre el sedentario, han sido señalados como factores a implementar dentro de la estrategia de prevención de la obesidad infantil.
En una revisión Cochrane sobre las medidas dirigidas a la prevención de la obesidad en niños se identifican las siguientes medidas como positivas a tal efecto6: un currículum escolar que incluya alimentación saludable, actividad física e imagen corporal; aumentar el número de sesiones de actividad física y desarrollo de habilidades de movimiento a lo largo de la semana escolar; mejorar la calidad nutricional de los alimentos disponibles en las escuelas; prácticas culturales y ambientales que apoyen que los niños consuman alimentos más saludables y que sean activos cada día; apoyo a los profesores y otros agentes para implementar estrategias y actividades de promoción de la salud; apoyo a los padres y desarrollo de actividades en casa que animen a los niños a ser más activos, comer alimentos más nutritivos y dedicar menos tiempo a actividades sedentarias basadas en el consumo de «pantallas».
Por último, en el artículo mencionado3, se hace referencia a la falta de unos criterios claros de derivación desde Atención Primaria a especializada. Verdaderamente este es un problema que se debería abordar de forma urgente. Aunque se haya conseguido disminuir mínimamente la prevalencia de obesidad en nuestros niños, existe un grupo importante de pacientes con obesidad mórbida o comorbilidades asociadas. La asistencia a estos pacientes precisa un abordaje más agresivo y multidisciplinar.
En definitiva, la obesidad infantil continúa siendo un problema para la sociedad y un auténtico reto para los pediatras. Es misión de todos conseguir que el menor número posible de niños desarrollen obesidad (prevención primordial), para lo que se deben implementar medidas preventivas adecuadas desde los primeros momentos de la vida. También debe ser objetivo común conseguir tanto que los niños con sobrepeso no se conviertan en obesos (prevención primaria), como que los niños obesos no se conviertan en adultos obesos (prevención secundaria), para lo que necesitaríamos: 1) unos criterios diagnósticos claros de obesidad y sobrepeso; 2) adecuada adquisición de habilidades en entrevista motivacional por los profesionales encargados del seguimiento y control del paciente obeso; 3) estandarización y consenso del tratamiento a desarrollar desde Atención Primaria; 4) establecimiento de criterios claros de derivación a atención especializada, y 5) la creación en los hospitales de unidades especializadas en obesidad para el tratamiento intensivo de los casos más graves.