Hablar hoy de farmacología clínica en Pediatría supone asumir la existencia de una nueva disciplina: la Farmacología Clínica Pediátrica. En efecto, dado que la Farmacología Clínica trata de predecir la respuesta de los fármacos en el organismo, tanto su eficacia terapéutica como sus efectos adversos a través de estudios basados en la farmacocinética (absorción, distribución, metabolismo y eliminación de fármacos) y en la farmacodinamia (como las relaciones dosis-efecto), trasladar estos conocimientos al campo de la Pediatría implica comprender estos fenómenos en un organismo en constante proceso de maduración y desarrollo, esto es, el niño en todas sus edades.
La historia de la terapéutica pediátrica está llena de tragedias antiguas y ya superadas (como el síndrome del “bebé gris” por cloramfenicol, las muertes por el elixir de sulfanilamida o empleo de alcohol bencílico)1 y también lamentablemente de otras más recientes (trastornos cardiovasculares por metilfenidato, ideación suicida en adolescentes que reciben oseltamivir, trastornos psiquiátricos por montelukast, aparición de linfomas por aplicación tópica de gel de tacrolimus, convulsiones por uso de gotas nasales descongestionantes). Si bien tenemos asumido que el niño no es un “adulto en miniatura” desde el punto de vista pediátrico, ya es hora de aceptar que tampoco lo es desde el punto de vista farmacológico. No se puede considerar la Farmacología Clínica Pediátrica como una farmacología del adulto con la simple diferencia de emplear dosis menores o proporcionales al peso o superficie corporal del niño. Existen unas grandes diferencias farmacocinéticas, pero sobre todo farmacodinámicas, que convierten al niño en un ser especialmente único y vulnerable2. Así, ¿por qué ciertos antihistamínicos sedantes en adultos producen excitación paradójica en niños?, ¿por qué los recién nacidos trasforman la teofilina en cafeína? o ¿por qué el cloramfenicol en neonatos (y no en otras edades) produjo el desgraciado síndrome del “bebé gris”? Evidentemente, no es únicamente la dosis la causante de estas sorprendentes respuestas. A esto, además, debe añadirse la escasez de formas farmacéuticas adaptadas a las distintas edades pediátricas (y en ocasiones, a la presencia de excipientes muy tóxicos).
Sin embargo, dentro del arsenal terapéutico, los medicamentos siguen siendo la opción más empleada en la pediatría moderna3. Y todo esto a pesar de que la mayoría de los medicamentos empleados únicamente se han ensayado en adultos, y no en niños4. ¡;Cuántos errores se hubieran podido prevenir si gracias a los ensayos clínicos (EC) pediátricos conociéramos las dosis correctas y los efectos adversos o contraindicaciones! Falta formación y motivación en realizar investigación pediátrica y, sin embargo, ésta es imprescindible para una correcta terapéutica sin riesgos. Riesgos, por otra parte, que no siempre se detectan en los EC por su baja frecuencia, lo que justifica los estudios de fase iv (farmacovigilancia).
Pasemos pues a revisar someramente las principales notas que definen la Farmacología Cínica Pediátrica:
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El niño no es un adulto en miniatura desde el punto de vista farmacológico
Las grandes diferencias farmacocinéticas obligan a pautar las dosis e intervalos terapéuticos para cada subgrupo de edad pediátrica (prematuros, neonatos, lactantes, párvulos, niños y adolescentes) de forma más exquisita que en los adultos5. Además, la nota que caracteriza la farmacocinética pediátrica es su mutabilidad, esto es, cambia en cada período de edad: no puede compararse el metabolismo de un adolescente con el de un escolar o la tóxica absorción cutánea del recién nacido con la del párvulo. También la distribución se encuentra alterada a consecuencia del mayor volumen de distribución de muchos fármacos debido al tamaño de los compartimentos hídricos. Esto conlleva a la necesidad de aumentar las dosis de carga en recién nacidos. Por otra parte, cuanto menor es la edad del paciente, mayor es la fracción de fármaco libre (que es la parte activa que difunde a los tejidos) y su subsiguiente riesgo de toxicidad. Si a esto se le añade la inmadurez de la barrera hematoencefálica, se comprende fácilmente el riesgo de toxicidad neurológica. No obstante, encontramos las mayores diferencias farmacocinéticas en el metabolismo o biotrasformación6. Si bien resulta fácil comprender la inmadurez de la mayoría de las reacciones metabólicas (sobre todo la glucuronoconjugación), más difícil resulta prever la aparición de nuevas reacciones metabólicas “extrañas” (como compensación a la falta de madurez de otras reacciones), que son únicas y específicas a ciertas edades de la vida (como la biotrasformación de la teofilina a cafeína en el neonato) y conllevan la aparición de metabolitos desconocidos e insospechados (algunos inertes, pero otros activos, ya sean beneficiosos o altamente tóxicos). Esto justifica, por ejemplo, que el paracetamol resulte menos tóxico en un párvulo o un escolar que en un adolescente, pues cuanto más joven es el paciente, mayores recursos tiene (mayor concentración de glutatión o mayor sulfatación) para paliar el déficit fisiológico de la vía detoxificadora adulta (disminución de la glucurunoconjugación).
También la excreción se encuentra afectada en el niño, esto derivado de su inmadurez y con ella mayor dificultad de eliminar los fármacos y tóxicos. Esto conlleva un aumento de la vida media de la mayoría de los fármacos, lo que hace necesario espaciar los intervalos posológicos. No hay ningún reparo en afirmar que un recién nacido se comporta farmacológicamente como un insuficiente renal7.
Si las diferencias farmacocinéticas son evidentes, más llamativas resultan sin embargo las grandes diferencias farmacodinámicas. En el niño, los receptores no están presentes de forma constante en cuanto a número y funcionalidad, sino que varían continuamente en cada etapa del desarrollo. A este hecho debe añadirse el efecto de los medicamentos sobre el crecimiento y la maduración. Resulta muy llamativo el impacto sobre el crecimiento que producen ciertos compuestos, como los corticoides (incluidos también los inhalados), los retinoides, el montelukast, el metilfenidato y las en principio contraindicadas quinolonas (con dismetrías óseas). En cuanto a la maduración, es bien conocida la ictericia nuclear por aumento de la bilirrubina libre (debido al desplazamiento de algunos fármacos de la unión de ésta a la albúmina en una competición farmacológica). Ejemplos ya clásicos de la literatura médica que merecen la pena recordar son el cierre prematuro del ductus del feto por antiinflamatorios no esteroideos y el riesgo de muerte intraútero, la excitación paradójica por antihistamínicos, la sedación por anfetaminas o por cafeína, la cardiotoxicidad por adriamicina o por metilfenidato, los trastornos del sueño por montelukast, entre otros. Cabe preguntarse, además, cómo pueden los medicamentos afectar al desarrollo intelectual y sobre todo a la personalidad del futuro adulto cuando éstos se han administrado durante las diversas etapas del desarrollo. Honestamente, en estos momentos no estamos en condiciones de predecir esta cuestión y son, pues, necesarios estudios de farmacovigilancia a largo plazo.
A estas diferencias farmacológicas deben añadirse 2 puntos clave: por una parte, la ausencia de formas galénicas pediátricas y, por otra parte, el empleo de especialidades farmacéuticas no aprobadas legalmente para su utilización pediátrica. En efecto, muchos medicamentos comercializados carecen de presentaciones adecuadas en pediatría, lo que dificulta enormemente su administración y, sobre todo, el cumplimiento terapéutico. No obstante, el mayor riesgo de esta situación se evidencia en los gravísimos (y lamentablemente frecuentes) errores de cálculo en las diluciones y también en el uso de excipientes incorrectos y altamente tóxicos para el niño (como sulfitos y benzoatos, contraindicados en neonatos y lactantes por riesgo de muerte, etanol con hepatotoxicidad y otros riesgos, colorantes azoicos peligrosos, entre otros)8. Esto conlleva la necesidad de evaluar nuevas formas adaptadas a cada grupo de edad mediante la realización de EC.
Derivado de lo anterior, no debe escandalizar el hecho de que más del 70% de los fármacos empleados en el medio hospitalario se usa sin indicación pediátrica o, más grave todavía, cuando están contraindicados (fármacos unlicensed y off-label). Encabezan el listado medicamentos tan esenciales como diuréticos (furosemida), cardiotónicos (digoxina, dopamina), antibióticos, antihistamínicos H2, antidepresivos, entre otros9,10.
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De la necesidad de realizar ensayos clínicos pediátricos
Derivado de lo anterior se comprende que la investigación en niños es el único modo de asegurar que éstos recibirán fármacos seguros y eficaces. Ahora bien, ¿bajo qué condiciones deben realizarse los EC pediátricos? Resulta evidente que los estudios llevados a cabo en adultos (a pesar de ajustar las dosis) no pueden predecir la respuesta en el menor. Resulta pues un imperativo moral realizar investigación pediátrica: el no hacerlo conlleva, por un lado, el privar a los niños de medicamentos seguros y eficaces, y, por otro lado, el arriesgarse a emplear fármacos no autorizados (con el consiguiente riesgo de reacciones adversas, desde leves hasta letales), de tal forma que resulta más ético realizar ensayos pediátricos bajo estrictas medidas de seguridad para el niño, que contraindicar fármacos por falta de estudios11. Recientemente ha devenido también una imposición legal: la entrada en vigor del Reglamento 1901/2006 de la Unión Europea12 siguiendo al modelo estadounidense, impone a las compañías farmacéuticas realizar todos los estudios necesarios para generar datos suficientes sobre la seguridad y la eficacia pediátricas de nuevos y antiguos medicamentos antes de obtener una autorización de comercialización. Su objetivo es claro: “mejorar la salud de los niños de Europa” de tal forma que tengan acceso a los mejores recursos terapéuticos, al igual que la población adulta. Con esto, las autoridades comunitarias desean terminar de una vez con la falta de información pediátrica en la ficha técnica y el prospecto de los medicamentos. Para eso, esta norma jurídica establece un sistema de obligaciones (presentación del denominado Plan de Investigación Pediátrica simultáneamente a la solicitud de comercialización) y de incentivos (extensión del período de patente de 6 meses).
Si bien metodológicamente los EC en los niños son iguales a los de los adultos, presentan unos condicionantes éticos y técnicos específicos13. Entre otros rasgos, cabe citar: los niños nunca pueden ser voluntarios sanos (no tienen capacidad para otorgar el consentimiento informado por sí mismos), tampoco participan nunca en ensayos de fase i (se exceptúan los casos de sida, oncología y reanimación, en que participan directamente en la fase ii como enfermos), es imperativo realizar una estratificación por grupos de edades siguiendo las directrices de las guías de la Conferencia Internacional de Armonización (ICH) E11 y de la Agencia Europea del Medicamento (EMEA) sobre investigación pediátrica (empezando por adolescentes de 12–17 años, siguiendo por niños de 2–11 años, párvulos, lactantes, neonatos de 0–27 días y prematuros); no se puede en modo alguno diseñar un estudio en el que se solapen diversos subgrupos, puesto que los resultados no son equiparables (cada subgrupo presenta distintas necesidades terapéuticas, dosis, respuestas y efectos adversos). El consentimiento informado debe obtenerse a través de sus representantes legales (y además el niño a partir de 12 años también lo firmará, y a partir de los 5 años puede prestar el asentimiento), si bien el menor también debe ser informado previamente, por personal cualificado y en función de su capacidad de comprensión, de su participación voluntaria en la investigación (puede revocar su consentimiento en cualquier momento sin consecuencias y se le debe informar honestamente de esta posibilidad); además, el investigador debe notificar al Ministerio Fiscal la realización de ensayos en donde participen menores de edad (a diferencia de la legislación anterior, ya no es necesario proporcionar una relación pormenorizada y nominativa de los niños incluidos). Por otra parte, debe evitarse a toda costa que el menor sufra en cualquiera de sus manifestaciones (dolor físico o psíquico, incomodidad, riesgos, humillaciones, etc.). Para eso se hace preciso extremar las medidas para prevenir el dolor de las extracciones (como el uso previo de crema anestésica EMLATM). También hay que recalcar que quienes realicen estos ensayos deben ser farmacólogos pediátricos o pediatras experimentados. El volumen de sangre para analizar tiene un aspecto ético y científico de especial relevancia; es mínimo, del orden de microlitros en ocasiones (lo que obliga a disponer de un laboratorio especializado con tecnología adecuada para este tipo de determinaciones). No son infrecuentes las expoliaciones sanguíneas de bebés por masivas extracciones derivadas del desconocimiento de los límites fisiológicos. Es por eso que en pediatría es sin embargo más deseable la obtención de muestras de otros fluidos biológicos, como orina y saliva, u otras técnicas no invasivas (como el test del aliento para la cafeína para determinar la actividad enzimática del citrocromo CYP1A2). De gran predicamento actual son las diversas modalidades de farmacocinética poblacional (a partir de pocas muestras sanguíneas por paciente en un grupo grande es posible inferir los resultados a la población general).
En cuanto a la medida de eficacia de la pregunta principal del ensayo, deben escogerse evaluadores sencillos pero objetivos en pediatría, como las escalas analógicas visuales para medir el dolor, por ejemplo.
Una cuestión controvertida es el empleo de placebo como comparador en un ensayo. ¿Realmente existe el efecto placebo en niños? La respuesta es sí. Pero, ¿desde qué edad? Aunque resulte increíble, se ha demostrado en niños lactantes e incluso recién nacidos. Si bien resulta ético su empleo, su uso está mucho más restringido que en adultos y limitado a enfermedades en las que se ha demostrado este efecto; el tratamiento de referencia no es eficaz y, además, se dispone siempre de un tratamiento de rescate para el niño.
¿Puede remunerarse la participación de un menor en un ensayo? En este caso, la respuesta es ¡no! En todo caso, sí deben reintegrarse los gastos extraordinarios (dietas y viajes) y contratiempos, pero la cuantía nunca será tan elevada como para inducir a los padres a que sus hijos participen en investigaciones por motivos económicos.
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Los estudios de farmacovigilancia pediátrica presentan ciertas particularidades que los diferencian de los llevados a cabo en adultos
La farmacovigilancia consiste en la identificación y la valoración de los efectos de los medicamentos, ya sean éstos indeseables como no (es decir, también se pueden descubrir nuevos efectos beneficiosos, como el caso de la administración prenatal de ácido fólico para prevenir defectos del tubo neural). Su principal objetivo es promover el uso racional de los medicamentos.
Aunque no podemos hablar de una farmacovigilancia distinta, es preciso centrar la atención en los peligros a los que está expuesta la población infantil: por un lado, la infancia constituye un grupo heterogéneo de edades, y por otro lado, sólo un pequeño porcentaje de medicamentos usados en niños han sido objeto de EC rigurosos14. En conclusión, faltan datos acerca de la seguridad en los niños y la única forma de averiguar posibles reacciones adversas a corto y largo plazo son los estudios de poscomercialización (fase iv).
El principal escollo a la hora de recoger la información es que ésta se verifica a través de intermediarios: los padres. Además, se presentan muchos casos de automedicación por parte de los padres a sus hijos (lo que ante una reacción adversa genera sentimientos de culpabilidad y puede no llegar a notificarse). Es por eso que existe una franca infranotificación de síntomas benignos y frecuentes.
Los tipos de efectos indeseables que podemos encontrar son los siguientes: efectos farmacológicos propios que, si bien son efectos esperados, están intensificados en el niño (como ciertos antiepiléticos y riesgo de lupus o neurolépticos y riesgo de reacciones extrapiramidales), e interferencia con el desarrollo (como kernicterus o hipertensión endocraneal) así como interferencia con el crecimiento. Además, cabe la aparición de efectos tardíos; se descubren muy tarde tras la exposición al fármaco; son ya clásicos ejemplos el retraso mental por hidantoínas, la insuficiencia cardíaca por adriamicina o los tumores por quimioterapéuticos. De los clásicos ejemplos, tales como el síndrome del “bebé gris” por cloramfenicol descrito en 1959 (por falta de glucuronoconjugación) o kernicterus por sulfamidas (por desplazamiento de la bilirrubina) pasamos a ejemplos más recientes, como los trastornos de conducción electrocardiográfica por cisaprida (empleada en una enfermedad tan banal como el reflujo gastroesofágico y ya retirada del mercado), convulsiones y broncoespasmo por N-acetilcisteína (usada en el tratamiento de la intoxicación por paracetamol), trastornos tiroideos por soluciones desinfectantes yodadas o, más recientemente, linfomas por la aplicación tópica del inmunosupresor tacrolimus (empleado en una enfermedad no grave como es el eccema atópico).
Para establecer la causalidad es preciso hacer una valoración de los criterios cronológicos (se consideran, sobre todo, los parámetros cinéticos), semiológicos que varían con la edad (son más inespecíficos los síntomas a menor edad, y más localizados a medida que avanza la edad donde se confunden con muchas viriasis) y bibliográficos (dado que disponemos de muy pocos datos en la literatura médica por la escasez de EC pediátricos, en ocasiones resulta útil recurrir a la extrapolación de datos obtenidos del anciano).
En conclusión, la Farmacología Pediátrica no consiste en el empleo de engorrosos nomogramas o complicadas fórmulas para calcular las dosis adecuadas al peso. Se trata de una disciplina relativamente joven y “sofisticada” que comprende no sólo el estudio de la eficacia de los medicamentos para los distintos grupos de edad, sino también de su posología y el conocimiento de efectos adversos. Y es que la infancia es un período de constante crecimiento y desarrollo, en el que paulatinamente van madurando órganos y sistemas que conllevan una importante variabilidad en la respuesta a los medicamentos.
La historia de la Farmacología Pediátrica es un claro reflejo de las específicas necesidades terapéuticas de los niños. Sin embargo, los niños siguen siendo “huérfanos terapéuticos” (en acertada expresión acuñada por el Dr. Harry Shirkey15 para referirse a la falta de recursos terapéuticos), por un lado debido a la falta de formación académica en Farmacología Clínica Pediátrica y por otro lado debido a la falta de motivación de la industria farmacéutica (el coste en investigación supone 3 o 4 veces mayor inversión).
A la vista de lo expuesto se puede deducir que nos encontramos no ante una disciplina meramente teórica, sino eminentemente práctica para los pediatras. El no reconocer este hecho sólo supone obrar en perjuicio de los más inocentes: los niños, quienes pacientemente siguen esperando medicamentos seguros y eficaces que se merecen.
El futuro de la Farmacología Pediátrica pasa, pues, por la necesidad de más y mejores pediatras formados en esta disciplina, ya que el gran avance de la industria farmacéutica que se está produciendo y seguirá en los años venideros gracias al desarrollo de nuevos fármacos adaptados a los niños obliga a prever un sistema de formación continuada para incorporar los nuevos conocimientos a los pediatras en ejercicio. A los médicos ya se nos advirtió sabiamente en nuestra época de estudiantes de la facultad que siempre seríamos “permanentes aprendices”: afirmación acertadísima en la actualización terapéutica en aras del bien de los pediatras y, sobre todo, de nuestros jóvenes pacientes.
Conflicto de interesesLos autores declaran no tener ningún conflicto de intereses.