El impacto familiar que tienen las enfermedades de los niños es una cuestión cada vez más valorada junto con los aspectos económicos de éstas (gastos directos imputables a la enfermedad, costes indirectos en relación con pérdidas de horas de trabajo, búsqueda de cuidadores sustitutivos, etc.). Son bienvenidos los trabajos que ayuden a obtener datos en esta área. En esta línea se enmarca el trabajo publicado recientemente en Anales de Pediatría1.
La realización de este trabajo en 30 centros españoles en una época epidémica, que englobó 1.087 casos, hace interesantes sus conclusiones. Lamentablemente, la descripción de material y métodos no permite conocer en profundidad el diseño del estudio. En dos ocasiones se nos remite a descripciones más detalladas, tanto en el diseño como en la sintomatología (cita 9), que no es sino una comunicación a un congreso, no publicada —o al menos no referida— en ninguna revista accesible electrónicamente. Tampoco se nos facilita el Cuestionario de impacto familiar, que habría podido constar como un anexo, al menos en la edición electrónica de Anales de Pediatría. No podemos saber si se utilizó la escala de impacto familiar a la que hacen referencia los autores en la introducción o se trató de un cuestionario estructurado, diseñado ex proceso para el estudio, pero validado.
En la exposición de resultados se muestran algunos datos contradictorios: por ejemplo, cuando se analiza el Cuestionario de impacto familiar se comenta que sólo había muestra de heces disponible en el 71,9% de la muestra (¡!), cuando todo el análisis se realizó sobre la discriminación de la presencia de antígeno de rotavirus en heces. La exposición de resultados en la tabla 1 puede dar lugar a confusión: como el tamaño muestral es grande, pequeñas diferencias cuantitativas dan lugar a significación estadística. Sin embargo, no se realiza ninguna corrección en función de la edad, variable que puede influir en la experiencia de los padres durante la enfermedad. Señalan los autores que el grupo de lactantes con rotavirus positivo, subgrupo de 6 a 11 meses, fue 1,5 mayor que el que presentaba rotavirus negativo. La enfermedad de un lactante más pequeño puede condicionar la respuesta del cuidador y, por tanto, debería analizarse la etiología de la diarrea corregida según la edad del niño, o bien realizar un análisis de subgrupos en función de la edad. Esto mismo ocurre con los datos presentados en la tabla 2 (“¿Cómo se ha sentido su hijo durante la enfermedad?”). Es una lástima que no se hayan analizado los costes directos o indirectos asociados con el impacto familiar, que hubieran podido añadir una carga de la prueba favorable a la vacunación sistemática frente al rotavirus, como se ha realizado en otros países y como señalan los autores en su discusión2–5.
Una duda mayor se refiere al empleo de las escalas de valoración de calidad de vida. Su sentido principal ocurre en el enfermo crónico. Varios estudios ponen de manifiesto, además, la disparidad en la percepción de la calidad de vida del niño cuando se pregunta a los padres, a los pediatras o, en el caso de niños mayores, a los mismos niños6. Algunas revisiones sistemáticas recientes señalan la necesidad de desarrollar instrumentos específicos relacionados con la enfermedad para medir calidad de vida7,8.
Cuando se busca medir calidad de vida, se hace con la intención de mejorarla. La prevención de la diarrea en el lactante, incluidas las medidas higienicosanitarias y la vacunación, podrían contribuir a ello. Así se ha posicionado la Sociedad Europea de Gastroenterología, Hepatología y Nutrición pediátricas9, así deja entrever el trabajo.
Autor para correspondencia.
J.M. Moreno Villares
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