He leído con interés la carta de Marugán de Miguelsanz et al.1 en la que se hace referencia a nuestro trabajo sobre errores conceptuales y conflictos éticos en la asistencia a una paciente con trisomía 182. En ella los autores corroboran la tesis de que es posible la supervivencia prolongada en determinadas enfermedades tradicionalmente consideradas letales y abundan en una cuestión que considero fundamental: la importancia de tener en cuenta las expectativas y los valores de los padres en el proceso de toma de decisiones. Además, apuntan algunas claves acerca de la resolución de conflictos cuando se producen desacuerdos en la relación clínica. Creo importante enfatizar estos aspectos y matizar algunas cuestiones.
En las sociedades modernas y democráticas, aceptamos como normal la coexistencia de múltiples y diferentes valores, el respeto a los cuales hace posible la convivencia entre individuos procedentes de diferentes culturas y extracciones sociales, con diversas religiones y creencias, orientaciones políticas, etc. Es precisamente esta diversidad la que hace que, en ocasiones, se produzcan diferencias entre profesionales y pacientes acerca de la idoneidad o no de llevar a cabo determinadas pruebas o tratamientos. Algunas veces los padres rechazan nuestras propuestas y otras nos solicitan intervenciones que no creemos indicadas3-8. En ambos casos, si no existe una verdadera voluntad de entendimiento y deseo de ayuda por parte de los profesionales, la relación clínica puede verse comprometida, con indudable perjuicio para los pacientes.
Tal vez no se trate exactamente de que «la decisión médica esté perdiendo fuerza en favor de la autonomía parental». Existen tratamientos claramente indicados que los padres no pueden rechazar sin perjudicar los intereses de sus hijos y otros claramente contraindicados que no nos pueden exigir porque incurriríamos en maleficencia9. En estas circunstancias, debemos dedicar todos nuestros esfuerzos a comprender las motivaciones de los padres para realizar tales demandas. Si dejamos a un lado trastornos mentales que automáticamente les incapacitarían como decisores, otras situaciones más complejas necesitan ser exploradas en profundidad: motivos religiosos o culturales, falta de comprensión de la información, desconfianza en el equipo médico, existencia obligaciones económicas o familiares que les impidan la continuidad en los cuidados, etc.3,6. En estos casos, la mejora en la calidad de la información, la persuasión sin coacción, el recurso a los mediadores culturales, las ayudas a través de los servicios sociales, etc., pueden suponer un cambio en la decisión de los padres. Si el desacuerdo persiste, siempre que las consecuencias para el niño no sean graves e irreversibles, sería preferible tratar de mantener el diálogo y el entendimiento, buscando objetivos compartidos y negociando compromisos, antes que ir al desencuentro absoluto. Si el conflicto hace que los padres no busquen atención médica en el futuro, estaríamos perjudicando los intereses del niño4. En el caso de que la integridad del menor corriera riesgos importantes, estaría justificado recurrir a las instancias oportunas, incluyendo al juez de guardia, si bien esto debería ser siempre el último recurso. Sin embargo, las situaciones que generan más conflicto son precisamente las más ambiguas, aquellas en las que el beneficio para el menor es dudoso. En estos casos es cuando más deberíamos entender y respetar el derecho de los padres a decidir por y para sus hijos3,6. Hemos de reconocer que en algunos casos ni los propios profesionales estamos de acuerdo acerca del curso de acción óptimo. Cuando este tipo de casos llegan a los tribunales, los jueces suelen hacer prevalecer las opiniones y deseos de los padres5.
Respecto a otras circunstancias más infrecuentes en las que los padres solicitan intervenciones que creemos no indicadas, de nuevo debemos diferenciarlas de las que están completamente contraindicadas y que, por tanto, no nos pueden ser impuestas9. En las demás, les corresponde a los padres, debidamente informados, tomar las decisiones que más se adapten a sus expectativas y valores, y a las necesidades de su familia7,8. Con frecuencia, los profesionales somos más negativos al evaluar la futura calidad de vida de los niños de lo que lo son sus padres o cuidadores y estos, a su vez, más de lo que lo son los propios niños10. La medicina no es una ciencia exacta. Por este motivo, es difícil que «todos los médicos pudiéramos ser claros en que una determinada terapia sea apropiada». Podemos creer que sabemos lo que es mejor, pero podemos estar equivocados. Además, la salud es solo uno de los aspectos del bienestar. La libertad, la autonomía, la calidad de vida como uno mismo (y no otros) la percibe, etc., también contribuyen al bienestar del individuo y merecen al menos igual respeto.