Algo está cambiando en relación a la doctrina del «menor maduro», como se refleja en la última actualización del Comité de Bioética de la Academia Americana de Pediatría sobre el consentimiento informado1. No se ha perdido el sentido que emanaba del documento del año 19952, en el que se afirmaba que «los pacientes deberían participar en la toma de decisiones, de acuerdo a su desarrollo, y deberían proporcionar su asentimiento cuando fuera razonable». Esta participación se fundamenta en la edad y en la madurez, y en nuestra legislación se plasma en la Ley de Autonomía del Paciente (2002).
Sin embargo, algunos aspectos se están matizando en la medida en que se dispone de nuevos datos científicos. Bajo un prisma fundamentalmente «autonomista», el concepto de «menor maduro» se construyó en torno a la noción de individuos libres, aislados de las relaciones sociales y familiares. Sin embargo, esta visión choca con la realidad de la dependencia de los menores, tanto para los aspectos materiales, como en la educación y otros aspectos de la vida social. Los estudios neurofisiológicos muestran una diferencia en la maduración de las distintas áreas cerebrales relacionadas con la toma de decisiones, en función de la edad. En el adolescente, el córtex prefrontal —en la que se coordinan la mayoría de las acciones ejecutivas, incluyendo el balance entre riesgos y recompensas— no está plenamente desarrollado y es de los más tardíos en hacerlo, y prevalece el sistema límbico y paralímbico (socioemocional), que se dirige más por el sistema de recompensa3.
En el nuevo documento se reconoce la autonomía de la familia en la toma de decisiones en el menor. El modelo de decisión compartida es un punto capital en la atención centrada en la familia. Un modelo que, por supuesto, presta atención a la opinión del menor, pero en el que la responsabilidad de la decisión recae sobre sus progenitores, siempre que actúen en el «mejor interés» del menor.
La legislación española recoge esta limitación de la autonomía en la Ley 26/20154, que reconoce expresamente que, con independencia de la gravedad o alcance de la intervención, el menor de 16 años puede ser tan inmaduro como uno de menor edad para valorar las repercusiones de la decisión. Por lo tanto, los padres han de otorgar el consentimiento por representación de su hijo menor de edad, aunque sea mayor de 16 años, y aunque no se trate de una actuación de grave riesgo para la salud. Se valora la autonomía del paciente de 16 años en una escala móvil, reconociendo que su competencia no varía solo en función de sus aptitudes mentales, sino también en función de la gravedad de las consecuencias de la decisión.
El consentimiento informado es parte de la práctica clínica habitual. El permiso parental y el asentimiento del menor constituyen un proceso activo en el que los padres, el menor y los profesionales sanitarios están implicados. Una limitación a la autonomía del menor en la toma de decisiones no implica necesariamente un retroceso en su participación en la misma.