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Vol. 73. Núm. 5.
Páginas 280.e1-280.e6 (noviembre 2010)
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ARTÍCULO ESPECIAL
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El pediatra ante los problemas sociales
The paediatrician and social problems
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C. Martínez Gonzáleza,
Autor para correspondencia
cmartinez.gapm10@salud.madrid.org

Autor para correspondencia.
, X. Allué Martínezb, O. Vall Combellesc, I. Gómez de Terrerosd
a Centro de Salud San Blas, Parla, Madrid, España
b Institut Catalá de la Salut, Tarragona, España
c Hospital del Mar, Barcelona, España
d Hospital Infantil Universitario Virgen del Rocío, Sevilla, España
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Resumen

En la primera década del siglo XXI asistimos a vertiginosos avances científicos, tecnológicos y sociales. Nuevas realidades sociológicas hacen valer los derechos de la infancia, de la familia, del género y reclaman afrontar las desigualdades bajo criterios de equidad en un contexto multicultural. Es momento de potenciar la visión integral de la infancia, de poner el fonendoscopio en el menor y en la familia, de valorar la complejidad de hechos como el maltrato desde sus múltiples aristas, de acortar distancia con los pacientes aumentando nuestra competencia cultural y de reflexionar críticamente sobre la medicalización de la vida como síntoma social, y sus posibles consecuencias para los niños.

Palabras clave:
Pediatría
Social
Maltrato
Competencia cultural
Medicalización
Abstract

We have witnessed dramatic scientific, technological and social advances in the first decade of the XXI century. New sociological realities have enforced the rights of children, the family and gender and inequalities need to be faced under the criteria of equality in a multicultural context. It is a time to boost the overall view of childhood, to put the phonendoscope on the minor and the family, to assess the complexity of facts, such as abuse from its many facets, to shorten the distance between patients, increasing our cultural competence and to critically reflect on medicalising life as a social symptom and their possible consequences for children.

Keywords:
Paediatrician
Social
Abuse
Cultural competence
Medicalisation
Texto completo

Cumplimos la primera década del siglo XXI con vertiginosos cambios, tanto en lo que respecta a los avances científicos y tecnológicos, como los de carácter social. Avances tecnológicos y mejora de los cuidados, que nos traen a primer plano las necesidades especiales en la atención. Nuevas realidades sociológicas que hacen valer los derechos de la infancia, de la familia, de género. Que reclaman afrontar las desiguales bajo criterios de equidad, en el objetivo de la cohesión social, y todo lo que conlleva la diversidad intercultural.

En la llamada epidemiología del curso de la vida, hemos sido testigo de cómo se difuminan los problemas agudos en favor de las patologías crónicas y discapacidades. Como se potencian los problemas asociados con lo relacional, tanto en el entorno vital, como en el escolar y familiar, con el mercantilismo y el consumismo salvaje de una sociedad desarrollada. Problemas en que se ve inmerso todas las clases sociales, con incidencia emergente en todas ellas.

Entorno vital, que no podemos obviar al ser la Ciudad la protagonista en el presente año del Día Mundial de la Salud. Bajo el lema «1.000 Ciudades 1.000 Vidas. La salud urbana», la OMS ha querido destacar su compromiso en materia de salud urbana, impulsando una reflexión sobre los efectos de la urbanización tanto en la salud colectiva como en la individual. El modelo de urbanización de la ciudad está íntimamente relacionado con la salud de sus poblaciones. El urbanismo puede crear salud, o destruirla.

Retos complejos, de difícil tratamiento que reclaman reajustes en los procesos de atención e intervención. Reajuste, cuya necesidad ya se está poniendo de manifiesto con estudios y propuestas de las sociedades científicas, evaluando y reflexionando sobre la realidad en cuanto a las respuestas actuales a las situaciones, necesidades y problemas de salud presentes.

El sistema sanitario por su parte está esforzándose en adaptarse al cambio en el patrón epidemiológico y actual demanda psicosocial, a la introducción de las nuevas tecnologías de la información, a la comunicación y a los cambios acontecidos en los propios pacientes, cada vez más exigentes, mejor informados y más decididos a asumir responsabilidades en el autocuidado.

Se hace preciso elaborar una estrategia capaz de integrar, coordinar y articular las intervenciones en salud. Atención integral que responda a las necesidades actuales y que incremente el nivel de salud, bienestar y calidad de vida (asistencia, prevención, promoción de la salud y rehabilitación integrada), con mirada interdisciplinar, alianza intersectorial, participación de todos los actores, con perspectiva de ciclo vital, siguiendo cada una de las etapas de la vida como eje estructurador de la atención sociosanitaria (preconcepcional, prenatal, infancia, adolescencia, etc.), y situando a la familia como marco y centro de la intervención son ingredientes necesarios en la receta a diseñar.

Receta que a su vez deberá diferenciar estrategias para colectivos desiguales bajo criterios de equidad, persiguiendo la cohesión social y teniendo en cuenta la importante dinámica interna que tienen los problemas sociales. Un problema social (sirva como ejemplo el maltrato infantil, o el fenómeno migratorio) no siempre es el mismo, debiéndose tener presente las connotaciones derivadas de su proceso, circunstancias u otros condicionantes. Si no sabemos evidenciar en que momento se encuentra el problema social, daremos una repuesta equivocada.

En esta primera década se produce un giro, pasando de la protección y prevención (reducción de factores de riesgo, atenuación de sus consecuencias, y generación de barreras para la enfermedad), a centrarse en una óptica que pone mayor énfasis en el origen de la salud y no tanto en el origen de la enfermedad. Morgan lo denomina «activos para la salud»1. Enfoque de salud pública positiva que focaliza la mirada hacia «lo que hace que las personas, las familias y las comunidades aumenten el control sobre su salud y la mejoren»2.

Perspectiva salutogénica ya tradicional en salud pública pero que no obstante, se revitaliza gracias al conocimiento desarrollado desde el campo de la medicina social, las ciencias afines a la salud mental y la salud pública no tradicional. Modelo salutogénico que se construye a partir 3 factores que caracterizan a los individuos: comprensión de lo que les acontece, manejabilidad de lo que ocurre y significatividad o capacidad de convertir lo que se hace en satisfactorio, valioso, o con sentido y significado para la vida3.

Nos encontramos pues, ante una nueva situación, que conlleva una reflexión desde esa «mirada social del pediatra». Pediatría, en situación cambiante, que precisa un reajuste de enfoque y precisa identificar y poner en marcha los instrumentos necesarios de participación, de gestión, de evaluación, de formación, de investigación etc., que permitan llevar a buen puerto el reto al que nos enfrentamos. Nueva pediatría que requiere que pongamos el fonendoscopio en el menor y en la familia, así como radiografía del entorno y espectro intercultural. Nueva concepción que añade a actividades de prevención, curación y rehabilitación, las de promoción de la salud y educación para la salud. No olvidemos que es en la educación donde tenemos nuestra principal herramienta básica.

Tres temas, a modo de ejemplo, nos van a introducir en lo que a nuestro juicio constituye el enfoque de mirada social del Pediatra en nuestra sociedad cambiante. Carmen Martínez nos introduce otra visión del maltrato infantil, Xavier Allué la problemática de la distancia cultural y la necesidad de un grado de competencia por parte de los profesionales para salvarla y finalmente Oriol Vall reflexiona respecto a nuestra sociedad mercantilista y consumista y la medicalización acrítica asociada, como síntoma social.

Otra visión del maltrato infantil

Aproximarnos al maltrato infantil (MTI) con intención de renovar el discurso y estimular una reflexión transversal, más allá de las convicciones inamovibles sobre lo bueno y lo malo en el mundo y en el comportamiento humano, puede ser incómodo, pero necesario. Porque solo desde esta óptica podremos entender su complejidad y analizar algunos aspectos especialmente necesitados de reformulación.

Sería importante tener un concepto de MTI que conjugara acuerdos universales como la Declaración de los Derechos del Niño4, visiones profesionales, construcciones legales, costumbres y valores culturales. La definición más aceptada de MTI como «cualquier acción u omisión, cometido por individuos, por instituciones o por la sociedad, que prive al niño de sus derechos y libertad o que interfiera en su ordenado desarrollo físico psíquico y mental», sin embargo, obvia muchos aspectos, a pesar de que hoy más que nunca es imprescindible entender, que no justificar, el hecho del MTI en su contexto histórico y cultural. Kempe5 ya dijo en 1978 que el niño tiene derecho a estar protegido de unos padres incapaces de atenderle a un nivel razonable según la sociedad en la que vive. Por eso no consideramos maltrato ni negligencia la malnutrición que sufren los hijos de padres que viven en la pobreza.

Decíamos que hoy más que nunca, porque la inmigración, acerca otras culturas con situaciones nuevas generalmente enriquecedoras, que nos abocan casi cotidianamente a aceptar la diversidad, que es algo más que convivir con diferentes etnias, comidas, folclore, cultura etc. Aceptar esa diversidad, implica entender que no existe un código moral único, una verdad y unas normas absolutas e iguales para todos, sino diferentes códigos éticos y diversidad de identidades morales. Desde este planteamiento deberíamos entender al menos racionalmente, que prácticas como la mutilación genital femenina, en absoluto justificable, en el contexto de algunas religiones o culturas, forman parte de lo que un «buen» padre o madre debe hacer por su hija. El hecho indiscutible de ser un delito en nuestro país, ¿convierte en delincuentes a los progenitores cuyas hijas fueron mutiladas anteriormente en otro contexto cultural? Sin trivializar ni justificar estos hechos, entender el código moral desde el cual definieron estos padres, aunque muy primitivamente, el contenido de la beneficencia para sus hijas, permite trabajar la prevención de las recurrencias desde medidas sociales y educativas, probablemente más efectivas que desde la criminalización por hechos pasados6.

Otro punto importante sería analizar el más que probable sesgo intervencionista hacia grupos con desventajas sociales, sobrerrepresentados en investigaciones que frecuentemente parten de servicios sociales que atienden familias en riesgo social. Frente a ello, es llamativa la aceptación social de hechos propios de la sociedad de consumo como los concursos de belleza, tan frecuentes en EE.UU., que sexualizan y convierten en objeto de deseo a niñas de corta edad; la cirugía estética en adolescentes, regalo de moda de sus padres para celebrar el fin de estudios; o la cirugía de párpados en niños asiáticos para parecerse más a sus padres adoptivos. ¿Nos atreveríamos a llamarlo maltrato?

Quizá deberíamos reconocer que no existe el «maltrato sin fronteras» y que hay una gran dificultad para exportar nuestra idea de «buen trato» a sociedades que por cultura o religión quedan muy alejadas de nuestra forma occidental de entender la infancia. De ahí la necesidad de una valoración del MTI que concite los aspectos científicos, el juicio moral, el contexto cultural y el marco legal. Intervenir desde los recursos sanitarios, educativos y sociales es obligado, pero activar la vía legal no siempre es la mejor opción y desde luego nunca debe ser la única. Los pediatras deberíamos promover cambios hacia intervenciones menos punitivas pero más educativas, que permitan modular la tendencia actual hacia el «fiat justitia et pereat mundus» (hágase justicia aunque caiga el mundo), especialmente cuando un abismo cultural o psicológico genera la enorme distancia entre intencionalidad y consecuencias de las acciones. Desde la perspectiva social y ética7, otro punto de vista debe ser posible: abordar el MTI trascendiendo principios categóricos inamovibles como la justicia descontextualizada, e incidiendo en el abordaje multidisciplinar, más acorde con lo que sería la ética de la responsabilidad. Un reto más difícil, pero más preventivo y reparador.

La distancia cultural y la necesidad de un grado de competencia por parte de los profesionales para salvarla

Durante siglos el conocimiento en temas de salud se mantenía con un cierto paralelismo entre la gente y los doctos. Aunque los doctos adquirían saber con el estudio y con la experiencia, el ritmo de adquisición, aunque gradual y progresivo, se mantenía en unos límites humanos, por no decir personales. El traspaso del conocimiento a la población se hacía por el contacto, la consulta y la observación de los aconteceres. Aún así, a menudo los doctos intentaban ocultar el conocimiento y, a menudo, su ignorancia lata, con el uso del latín en su discurso y la caligrafía ininteligible en sus prescripciones. Así mantenían una cierta distancia de seguridad. Entre la población, los depositarios del saber eran las familias, generalmente las mujeres, las madres, que lo trasmitían a su descendencia de forma más o menos fiel. Y la siguiente generación lo incorporaba y lo elaboraba gradualmente.

Con el desarrollo de la medicina científica el progreso del conocimiento adquiere características exponenciales. Una muestra es la progresión del número de publicaciones científicas médicas que aparecen en el Medline, de 80.000 en 1959 a 890.000 el año pasado. El conocimiento crece y los profesionales lo adquieren en proporción también creciente, pero cada vez resulta más difícil traducir esos nuevos conocimientos a la población también creciente. Ahí se genera un distanciamiento cada vez mayor, hasta el extremo que profesionales y pacientes apenas comparten conocimientos o, ni siquiera, un mismo lenguaje (fig. 1).

Figura 1.

Diferentes patrones del progreso del conocimiento8.

(0.09MB).

En esa distancia, que es ya cultural, reside la percepción de la población de que la asistencia ha dejado de ser «humana». Pertenece a otra dimensión. El reto es salvar esa distancia de forma eficaz y recuperar la confianza de la población.

La llegada a España de nuevos inmigrantes procedentes de otras culturas ha puesto de manifiesto una distancia cultural obvia. Pero cuando se pregunta a los inmigrantes cuáles son las dificultades que encuentran para relacionarse con los profesionales asistenciales, relatan los mismos problemas que la población autóctona: «no me atienden, no me entienden, me dedican poco tiempo, no comprendo lo que me dicen, son distantes, no me miran, solo soy un número…», etc.

Hace ya varios años se desarrolló en los Estados Unidos un esfuerzo colectivo entorno a la atención a las minorías étnicas y su atención sanitaria. La creciente constatación de disparidades y desigualdades en la salud de diferentes grupos sociales, ha llevado a diferentes grupos, organizaciones y programas que prestan asistencia primaria a considerar que se enfrentan a los problemas, retos y oportunidades de responder eficazmente a las necesidades de los individuos y familias provenientes de diversos grupos étnicos, culturales y lingüísticos. Este esfuerzo condujo a la aprobación en el año 2000 de las recomendaciones para patrones nacionales para Servicios de Salud Cultural y Lingüísticamente Apropiados (CLAS) por parte de la Oficina de la Salud de las Minorías (OMH) del Departamento de Sanidad del gobierno federal9. Catorce recomendaciones comprometen a las Organizaciones de Gestión de la Salud («Health Management Organizations») a facilitar el acceso a la salud y a la asistencia de aquellas personas que se encuentran lejos de la cultura central de la sociedad, básicamente los inmigrantes y las minorías étnicas10. La nueva ley de salud aprobada por el gobierno Obama participa de ese esfuerzo.

Sin embargo, la competencia cultural no es simplemente una cuestión de atender a las minorías. A medida que los conocimientos biomédicos se expanden infinitamente, la población, la gente se queda atrás en su conocimiento de los nuevos conceptos y la nueva fenomenología. La construcción biomédica y la construcción popular de la salud y la enfermedad divergen gradualmente hasta el punto de convertirse en 2 realidades culturales bien diferenciadas. Además muchos grupos sociales actúan como «inmigrantes» ante los nuevos paradigmas: los adolescentes, los ancianos, los analfabetos necesitan una actuación más próxima, más amable, realmente más competente por parte de los profesionales.

Ese es el contexto de la competencia cultural. Para alcanzar un grado de competencia en la asistencia hacen falta varias cosas que incluyen: una conciencia de la propia cultura, una actitud positiva hacia las diferencias culturales, un conocimiento de las distintas culturas y sus diferentes conceptos de la vida y la salud y adquirir unas habilidades para interaccionar con culturas diversas.

La cultura propia y la del otro

Probablemente haya tantas definiciones de culturas como culturas mismas. Algunas simples incluyen como cultura la coincidencia de un lenguaje, una historia, unos conocimientos y unas experiencias comunes a un grupo o sociedad. También se pueden incluir otros aspectos como las creencias, las normas, los valores, o la etnia, la raza, la orientación sexual, una discapacidad u otras características definidas y autoatribuidas por el propio sujeto o grupo. En la cultura se incluyen componentes objetivos, fruto de observaciones, otros subjetivos, fruto de experiencias, y así se construyen sistemas de significados que componen un marco para actitudes y comportamientos. Cabe recordar que la cultura se aprende, se enseña, se reproduce y evoluciona constantemente11.

En el intercurso médico/paciente son perceptibles diferencias entre sus propias culturas, su nivel social y de educación, diferencias de género e incluso de edad que no pueden ser obviadas. Y durante la misma se desarrollan eventos que están condicionados por elementos como el respeto mutuo, la relación de poder, la capacidad de comunicarse, la empatía, la confianza, la intimidad y la dignidad.

Cuando las diferencias son más evidentes, como sucede en la interacción con inmigrantes recientes, cuando médico y enfermo son asimismo conscientes de la existencia de una distancia cultural, todos estos elementos adquieren un especial protagonismo.

La actitud

En la tradición liberal de la práctica profesional de los médicos se contiene el carácter positivo en la actitud. Ver lo mejor de cada cosa, situación o comportamiento, pensando siempre en el bien del paciente también forma parte del compromiso ético. Como lo es el tratar a todos de la misma manera. Las dificultades que comporta la distancia cultural no pueden hacer olvidar esos principios.

El conocimiento de las otras culturas

En la actual población en España se reconocen hasta 178 nacionalidades diferentes que pertenecen a múltiples etnias que hablan hasta 450 lenguas distintas. En ese panorama es difícil exigir del profesional un conocimiento de la variedad de culturas con las que se puede encontrar. Y mucho menos de la multiplicidad de lenguas, idiomas o dialectos. Pero si que se puede tener el conocimiento de la existencia de una distancia que salvar y el de unos recursos disponibles en la comunidad, como pueden ser mediadores culturales o, también intérpretes, para ayudar a la aproximación. Y, en cualquier caso, la conciencia de que entre médico y paciente ya existe una distancia que merece consideración.

Los profesionales deben adquirir nuevas habilidades, nuevas competencias para conseguir salvar esa distancia. Deberán ser más humanos, es decir menos «sabios cibernéticos inalcanzables». Así se «humaniza», se reduce la asistencia a la dimensión humana.

Medicalización acrítica: síntoma social

«Del derecho del paciente al derecho a la mercancía»; es una sugerente síntesis sobre los cambios que están emergiendo. Cada vez se habla menos de vulnerabilidad y sí de riesgo: lo social paulatinamente se medicaliza, la salud pública se biologiza y se transfiere al individuo y a su estilo de vida. La prevención es del ámbito médico y menos del ámbito de la salud, la promoción sanitaria es solo educación de enfermedades. Importa la obesidad, la depresión, el déficit de atención infantil. Apenas importa la salud laboral, la pobreza, la adicción al consumo. El mercado, una vez más, condiciona las estrategias. En ocasiones se ha asumido una medicalización acrítica.

La necesidad de vender más y mejor, ha dado un salto cualitativo. Las escuelas de negocios más allá de competir, aconsejando el mejor producto, han creado un modelo de ciudadano consumista que antes de salir el producto al mercado ya lo espera. Es decir, ya no es un problema de necesidades sino de complacer el deseo y cuanta menos reflexión exista por parte del público, más que mejor. Un déficit cultural y dinero disponible, es la ecuación que lleva a consumir sin límites. Sin embargo, el mercado farmacéutico ha optado por otras estrategias de venta. Se trata de generar demanda y crear necesidades en los países desarrollados12.

En este marco, el pediatra, como el resto de profesionales de la salud se encuentra con la necesidad de mejorar su capacitación para mantener una actitud crítica frente a un marketing permanente. Es decir, buscar evidencias claras para el uso del metilfenidato o la atomoxetina, por ejemplo, o decidir argumentando, el uso de vacunas frente al papiloma virus, rotavirus o gripe A (H1N1). A todo ello se suma una fuerte demanda social y una hiperfrecuentación asistencial. Y en conjunto, con pocas herramientas para gestionar conductas, en ocasiones violentas, cada vez más frecuentes; y por si no fuera suficiente, con falta de tiempo para hilar fino ante algún que otro diagnóstico, y plantear si el niño precisa una receta basada en pastillas o un entorno menos competitivo y más sosegado.

Habitualmente, los médicos son conscientes que toda medicación comporta también una determinada mercantilización13. En términos generales la industria se gasta en promoción cerca del 25% de su cifra de ventas, es decir, casi el doble que en investigación14. Más aún, las nuevas moléculas tienen un beneficio adicional muy bajo, apenas un 5% más de eficacia, cuando se debería llegar a un 20 o un 30%; sin embargo, el precio es alto en relación con las moléculas ya existentes.

Se trata pues, de la venta del riesgo como enfermedad (osteoporosis), la venta de la normalidad como problema médico (calvicie, menopausia), o la venta de síntomas como enfermedad grave (disfunción eréctil)15. La realidad es que siempre los costos son pagados por el bolsillo de todos. No hay que olvidar que el gasto sanitario español representa el 6% del producto interior bruto, que ha de ser costeado por el contribuyente16.

Por otra parte, es sabido que la salud no es algo estático y permanente. Sin embargo, este vaivén entre la salud y la enfermedad, este espacio impreciso puede ser concebido como una frontera por seleccionados grupos de expertos. Aumentar o disminuir una cifra de corte, reconsiderando lo que era normal de lo que no, comporta una gran responsabilidad. Esta decisión puede afectar, tanto al colectivo de estudiantes de medicina como al entorno de los profesionales clínicos. De este acuerdo dependerá catalogar las cifras biológicas en los programas de las facultades de medicina y el diagnóstico con que se etiquete al ciudadano. Más aún, se planteará, cuándo debe precisar asistencia y tratamiento y cuándo no. Por tanto, cualquier pequeño desplazamiento de esta línea fronteriza puede significar más salud gracias a la prevención, pero también puede hacer aflorar más pacientes.

Una manera de ampliar los límites ha sido crear el concepto de pre-enfermedad, dicho de otra forma, aunque no se está enfermo, tampoco se está del todo sano. Es decir, se dibuja un espacio para tratar preventivamente, sin caer en el territorio de los enfermos. Dicho de otro modo, el someterse a un tratamiento ya no quiere decir tener una patología. Más aún, se podría decir que si una persona está sana, peor para ella, tal vez sea porque no se ha sometido a pruebas suficientes y así poder decir finalmente que algo le pasa17.

La formación en valores y una educación amplia, y no solo técnica, debe empezar en la infancia. En el Congreso de Pediatría Social en Buenos Aires en 2005, se debatió sobre el papel de la escuela en la sociedad occidental18. Si asumimos que la escuela enseña, la pregunta es ¿enseñar qué?, ¿se prepara al alumno para que sea una fuerza laboral o para que sea un aséptico técnico? o ¿se le prepara quizá para incorporar un saber redondo, holístico? La escuela, ¿cumple con su función de transmitir conocimientos, de generar consciencia crítica y de ser útil en términos operativos? Hay que invertir en la escuela que ha de ser un lugar integrador, donde se aprenda ética y donde se creen espacios comunes de afecto. Prevenir es, además, enseñar a pensar, a dudar, a entender el mundo. La universidad debería apuntalar estas actitudes utilizando herramientas adecuadas ante escenarios complejos.

De ahí que sea importante dotarse de instrumentos que permitan un análisis argumentado y crítico cuando sea necesario. Y eso no es fácil en un entorno de clases medias que a pesar de las crisis conserva un poder adquisitivo que corre paralelo a una deficiente educación global. Es decir, se percibe una disolución de las convenciones y costumbres relacionadas con el comportamiento social; una alta aceptación de niveles de desigualdad; una gran adherencia a las modas y al consumo; unos emergentes valores de mercado con un deseo inmediato de todo; una falta de recursos para el análisis, la autocrítica y la pedagogía; y una gran dimensión del YO, es decir, una dificultad real para gestionar las frustraciones19.

El mercado puede crear riqueza pero su papel, más que producir igualdad y justicia, en gran medida crea ganadores y perdedores. Hay que convertir el ocio en saber y el saber en goce. Hay que volver a la pedagogía del conocimiento, al valor del esfuerzo y tratar de frenar la caída libre en que se halla la educación20. Así pues, analizar con rigor crítico y debatir con argumentos, son elementos básicos para cambiar la realidad, aunque esta solo sea para diversificar soluciones terapéuticas.

Conflicto de intereses

Los autores declaran no tener ningún conflicto de intereses.

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