La valoración de la gravedad siempre ha sido uno de los principales desafíos en la práctica médica diaria, y más en pacientes críticos. Los jóvenes residentes saben de las dificultades que conlleva su percepción, habilidad que si la ven en compañeros más experimentados; también saben, porque en ocasiones así se lo han dicho o lo han vivido, que personas del entorno sanitario como auxiliares de enfermería, celadores o camilleros también poseen una gran capacidad para percibir la gravedad y les advierten que aquel paciente está fatal o que "pinta muy mal"; es aquel camillero que llega a la unidad de cuidados intensivos pediátricos (UCIP) con un paciente en el que intuitivamente ha valorado su ritmo respiratorio, su estado neurológico, la actitud corporal, el color de la piel, la temperatura, etc., y ha concluido que no va a ir bien, ha ejecutado "su" score.
Las escalas de gravedad han sido la manera de objetivar una serie de parámetros clínicos o analíticos para cuantificarla y estimar unas posibilidades de muerte, y sirven por tanto para dar una estimación universal, objetiva y transmisible de esas impresiones que un profesional avezado tiene; así como poder comparar el resultado obtenido frente al esperado o al de otras unidades. En la década de 1970 se dan los primeros pasos con el Clinical Clasification System (CCS) y el Therapeutic Intervention Scoring System (TISS), que relacionaban el nivel de gravedad con la intensidad terapéutica, e indirectamente clasificaba a los pacientes en cuanto al riesgo de mortalidad; los pasos siguientes, en la búsqueda de un buen marcador pronóstico fueron el Acute Physiologic and Chronic Health Evaluation (APACHE, 1981) y el Physiologic Stability Index (PSI, 1982) que fue el origen del actual Pediatric risk of Mortality score (PRISM). También en UCIP1, desde hace mucho tiempo se vienen utilizando escalas específicas, adaptadas o aplicables para niños con múltiples patologías, y que directa o indirectamente orientan hacia un pronóstico, como las meningococemias (Boyer), el distrés respiratorio (Silverman, Wood-Downes, Murray) o el fallo multiorgánico (SOFA, PELOD), para valorar el estado de abstinencia (Lift) o el dolor (Ramsay, Comfort), para evaluar su gravedad neurológica (Glasgow) o para su pronóstico (GOS) y son de gran utilidad, ya que son las más conocidas y utilizadas, un único dato numérico implica criterios de actuación y de gravedad. De hecho los cuidados intensivos son "terreno abonado" para las escalas, ya que por la urgencia de las decisiones es muy útil tener sistemas de ayuda que engloben diferentes variables y ofrezcan cifras o recomendaciones, y todos conocemos el excelente libro de García de Lorenzo2 que está dedicado íntegramente a escalas pronósticas y diagnósticas. No obstante, siempre habrá que tener en cuenta de que se trata de un elemento complementario, orientador o cuantificador de un proceso, pero que las decisiones clínicas deberán basarse en otros muchos parámetros.
Muchas de las escalas más utilizadas provienen del mundo del adulto pero son difícilmente aplicables en el ámbito pediátrico, ya que están diseñadas para sus patologías, y se han validado en ese tipo de pacientes, y su extrapolación a otras edades no las hace operativas; y como siempre ocurre en nuestra disciplina, incluso adaptaciones de las mismas son dudosas, y requieren un proceso de validación, ante las grandes diferencias fisiológicas y de respuesta entre recién nacidos, niños de corta edad o adolescentes. En Pediatría aunque el PRISM ha sido el más aceptado desde el inicio y en sus sucesivas versiones (la tercera, basada en una muestra de 11.000 pacientes, incorpora nuevos parámetros y factores relativos al estado de salud previo), se sigue buscando la escala ideal, ya que en ocasiones algunas recogen parámetros muy iniciales, mientras en otras ya existen elementos de estabilización y evolutivos que desfiguran la gravedad inicial de la enfermedad; una herramienta útil que nos cuantifique la gravedad y permita catalogar al paciente en un determinado grupo de riesgo, y que sirva como elemento cuantitativo para determinar la complejidad de los pacientes que atiende una determinada Unidad, y por tanto sus requerimientos de recursos.
En este número, Soledad Prieto3 efectúa una validación con la nueva versión del Pediatric Index of Mortality (PIM-2, que evalúa 11 variables, recogiendo el valor de cada una en la primera hora de ingreso; y a cada valor se le aplica un coeficiente para determinar la probabilidad de muerte) comparada con el clásico PRISM-3, con un resultado favorable, aunque tal como refieren los autores, las constantes fisiológicas al ingreso pueden ser muy variables y no reflejar la gravedad sino un estado transitorio posquirúrgico o del traslado; también un factor en contra es que el cálculo es complejo. Su conclusión, así como en estudios precedentes4,5 es que ambas escalas son equiparables. De todos modos estamos convencidos de que seguirán habiendo intentos de encontrar nuevas escalas con la meta de adoptar universalmente una de ellas, tal como ocurrió con la de Glasgow, que aunque no sea ni mucho menos perfecta nos sirva como herramienta de uso diario y en los trabajos de análisis o investigación.
Cuando el pediatra tiene noción de la gravedad de su paciente se establece un proceso de reflexión en el que entran muy diversas variables: las características de la enfermedad, los recursos terapéuticos que hay que poner en práctica, con los posibles marcos de evolución (en función de la experiencia personal, del equipo o de la literatura especializada), las disponibilidades reales (materiales y humanas) de la propia Unidad, el estado emocional y personalidad de los padres (y en ocasiones del entorno de los padres, que puede suponer una ayuda o un factor de conflicto; como puede ser por ejemplo, la estabilidad de la pareja: en padres separados, las diferencias de opinión y rememoración de conflictos ante esa situación de gravedad de su común hijo puede ser un factor más a dificultar las tareas de los profesionales), la inmediatez de una evolución desfavorable, los antecedentes de esa enfermedad, y también la vivencia del proceso por parte del propio médico.
La transmisión de la información es una parte más de la medicina, quizá de las más importantes, y a la vez de las más relegadas, y la que también es más "arte"; no se enseña, se aprende o se absorbe al ver a colegas haciéndolo, aunque también se requieren unas aptitudes, y no todo el mundo las tiene igualmente desarrolladas. Debe de buscarse el lugar y momento oportuno, el ambiente idóneo, en ocasiones con máxima privacidad, en otras con algún miembro relevante de la familia, o con más miembros del equipo (médico o enfermería) o de otros especialistas que comparten el proceso, intentando a la vez que objetivar el desarrollo del cuadro clínico y los posibles escenarios pronósticos, ofrecer un marco de esperanza junto con nuestro apoyo personal, ofreciéndonos y preguntando cómo poder aliviar a la familia en esos momentos, a nivel de logística (visitas al enfermo, aspectos laborales, informes, etc.) o de apoyos por profesionales (trabajo social, psicólogos).
En el proceso informativo es importante crear un clima de confianza en el que los padres puedan comprender el problema (que debe ser expuesto con un léxico adecuado a cada interlocutor, huyendo de tecnicismos incomprensibles que pueden aumentar todavía más su angustia). Los dos extremos a la correcta comprensión estarían representados por un lado en aquellos padres reacios a admitir la información desfavorable (con una visión falsamente optimista) suponiendo que el médico "se cubre" informando de manera exagerada la supuesta gravedad; y por el otro, el contrario, por aquellos cuya visión pesimista les hace percibir que se les está ocultando información y que el pronóstico es peor al expuesto y será desfavorable. En ese primer contacto es importante solicitar el consentimiento informado6, en el que se intenta describir aquellos riesgos a los que está sometido el paciente con el objeto de que el enfermo o sus responsables legales admitan la asunción de éstos en relación con los posibles beneficios a obtener y lo confirmen mediante la firma del mencionado documento.
Así será diferente el enfoque informativo en procesos súbitos, en los que existe poco margen para la reflexión, matizaciones y percepciones que prácticamente no van a existir y en los que bruscamente será necesario informar sobre la enfermedad y su posible evolución7. O en aquellas patologías crónicas en las que los padres ya han interiorizado unos posibles escenarios evolutivos; no obstante, también en esas familias existe en ocasiones una negación de la realidad y una rebeldía hacia lo inevitable. Con cuánta frecuencia verbalizan su desesperación ante lo inevitable, "¿cómo puede ser que el hombre llegue a la luna, o se pueda trasplantar todo, y mi hijo vaya a morir?", existe en nuestra tecnificada sociedad tal avalancha de información y de avances científicos frívolamente tratados que en ocasiones es sumamente difícil contrarrestar opiniones o estados de opinión ya formados.
En aquellos pacientes crónicos con patologías cuyo pronóstico es ominoso a corto o medio plazo8,9, y que posiblemente los intensivistas vamos a conocer cuando se descompensan e ingresan en UCIP, es importantísima la labor previa realizada por su pediatra o especialista de cabecera, cuando son familias bien (realísticamente) informadas nuestra labor será posiblemente más fácil que cuando las opciones evolutivas de una enfermedad crónica se han tratado con exagerado optimismo; si las perspectivas no están bien fundamentadas posiblemente van a surgir problemas.
Existen otras situaciones especialmente complejas, son aquellos pacientes, generalmente con larga evolución en la Unidad, con procesos de pronóstico infausto, en los que la información diaria es rutinariamente desfavorable o sin visos de mejora, la actitud emocionalmente defensiva e incorrecta del profesional puede ser la de ir despegándose afectivamente del paciente irreversible, con lo que el proceso informativo puede ser cada vez más distante, breve y siempre reiterativo, este hecho es fácilmente detectado por la familia provocando malestar. Esa situación de insatisfacción de los padres es percibida a su vez por el informador aumentando la incomodidad en esa relación, suponiendo que no se valora el trabajo realizado o que no se sabe ver la obviedad de un pronóstico (para el profesional), haciendo cada vez más fría y distante la relación con la familia.
Otro de los elementos de confusión, y en ocasiones fuente de verdaderos problemas es, dada la multiplicidad de profesionales en el entorno del paciente, la coexistencia de diferentes versiones de la información sobre el proceso, en ocasiones vertidas de manera espontánea, en otras promovidas por la familia en su afán de obtenerla, y en muchas ocasiones buscando que ésta contenga los matices más favorables; y aunque exista un diagnóstico y pronóstico establecidos, lo cierto es que la manera de exponerlo, las matizaciones, las respuestas a las preguntas (escueta, amplia, con ejemplos, etc.), el vocabulario (llano o más científico) hace que la asimilación sea diferente según el informante, todo ello sin entrar a enjuiciar a los interlocutores, su estado de ansiedad, su nivel cultural o su personalidad. Todo ello es fácil de adivinar, supone una fuente de disfunciones y conflictos, que puede multiplicarse en función de los días de ingreso, de los acontecimientos adversos, de las complicaciones o del resultado final del proceso.
Otros aspectos en debate son la información al propio paciente y la presencia de los padres durante la reanimación. Realmente son temas controvertidos o de extrema dureza, el primero creo que nos afecta como intensivistas tangencialmente, ya que gran parte de nuestros pacientes están con multifactorial afectación sistémica o neurológica, o bajo medidas de sedación, haciendo imposible una información directa mínimamente eficaz. Sabemos que para el menor, legalmente la capacidad para decidir en aquellas cuestiones que le atañen más directamente como las relacionadas con su salud sólo se le reconoce al acceder a la mayoría de edad es decir a los 18 años. Esta concepción ha ido variando en los últimos años, y en diversos países a partir de los 14 años se considera a los adolescentes poseedores de una cierta autonomía en relación a la toma de decisiones referentes a su salud10; en consecuencia deberíamos individualizar cada caso en relación con la distinta madurez que el niño enfermo pueda presentar para valorar el distinto grado de capacidad o competencia que puedan tener y si esta competencia se da, deberemos articularla con la patria potestad. En cualquier caso siempre hay que respetar la dignidad del menor, independientemente de su edad o grado de capacidad, y le informaremos de las cuestiones relacionadas con su enfermedad, exploraciones o tratamientos a efectuar de una manera asequible a sus posibilidades de entendimiento10. En patología crónica son los médicos de "cabecera" los que conocen al paciente y la familia los que deberían de tratar ese aspecto; de todos modos es la familia, por el conocimiento de su hijo/a y con sus matices culturales y religiosos, la que debiera decidir si hay que dar esa información, y el cuándo, cómo y por quién. En segundo tema, el hecho de que la familia esté presente durante la recuperación cardiopulmonar (RCP), supone disparidades entre las normas de Consejos Internacionales, voluntad de algunos padres y planteamientos teóricos, todas ellas favorables, y la práctica real, que en principio suele ser restrictiva y que parece que restringiéndola a un entorno de profesionales, y sobre todo sólo los necesarios en el proceso, ofrece mayores garantías de un mejor trabajo.
Las visitas es otro de los grandes capítulos en el desarrollo de la vivencia de una familia con su hijo/a ingresado en UCIP. Existen, como vemos en la encuesta de Martino et al11, publicada en este número, diversidad de modelos. La tendencia es ir a una mayor estancia de los padres, y la experiencia de los centros que van hacia ese modelo, es positiva y parece que el entorno familiar no altera el manejo del paciente, siendo la relación familia-médico más favorable12,13. Como elementos que demoran esa tendencia tenemos la estructura física de gran parte de las Unidades, pensadas y construidas sin pensar en ello, y por tanto de difícil reordenación, y como más importante las rutinas de los profesionales implicados, que han aprendido a trabajar de una manera determinada, y son reacios a cambiar de registro y tener siempre presentes a los familiares, fundamentalmente en situaciones de alto compromiso. Extrapolando lo que ha pasado en otros países de los que vamos recogiendo experiencias, posiblemente a medio plazo, y sobre todo en Unidades reformadas o de nueva creación se irá imponiendo el modelo de permanencia de la familia, con la posible incomodidad para algunos profesionales veteranos, y el aprendizaje de esta nueva realidad para el resto.
El momento del fallecimiento, es una situación en la que entran tantas variables que hace imposible acertar siempre, cuando es previsible, es deseable preparar la situación con esmero, ofreciendo intimidad a los padres, apoyo por el personal de la Unidad que ha tratado a su hijo/a, si lo desean o parece necesario, e intentar que la actividad de la Unidad interfiera lo menos posible en esos momentos. Es una situación para la que nunca sabes si estás suficientemente preparado, pero es una materia tan importante, junto con la manera de informar a las familias, que sin duda debe de formar parte de la preparación de los residentes durante su estancia en UCIP; aunque es cierto que por su trascendencia debiera tratarse en algún momento de la licenciatura o si no en el inicio de la residencia.
Es nuestra obligación, un parámetro de calidad para la Unidad y un deber para el enfermo y la familia la práctica de la necropsia. Se trata de nuestro último servicio al paciente, verifica el enfoque del paciente y su manejo, detecta errores y completa los diagnósticos. Al no haber una legislación y una práctica generalizada que la ampare, en el ámbito pediátrico (no neonatal) y en nuestro país, unas cifras sobre el 50 % se dan por aceptables. En ellas intervienen muchos factores, desde creencias religiosas a la evolución de la enfermedad, desde el tipo de patología a la calidad de información y relación que se ha establecido con el médico. Lo que es seguro es que con familias bien informadas y satisfechas del trabajo realizado, el número de consentimientos es mayor.
La reflexión por parte del profesional tras un fallecimiento, es inmediata y la interpretación como fracaso creemos que generalmente se relaciona con la existencia de acontecimientos adversos durante el ingreso, como errores, retrasos, dudas diagnósticas, infección nosocomial o yatrogenia. Como herramienta de control de calidad y de aprendizaje para el conjunto, es muy útil cerrar la historia del paciente en equipo, revisándola y analizando todos aquellos puntos que pudieran haber tenido influencia en el desenlace, estableciendo debate en los puntos discutibles, aclarando dudas y proponiendo elementos de mejora que a la vez sirva de catarsis colectiva.
En un mundo tan cambiante como en el que nos toca vivir, el estudio multicéntrico de la SECIP de este número, es una buena herramienta para analizar el actual estado de la cuestión en nuestro medio, que probablemente debiera de complementarse con estudios similares en nuestros usuarios de la UCIP14,15 a fin de conocer sus vivencias y hacer converger intereses, necesidades y operatividad.
Correspondencia: Dr. A. Palomeque Rico.
UCIP.
Hospital Sant Joan de Déu.
Avda. Sant Joan de Déu, 2.
08950 Esplugues. Barcelona.
Correo electrónico: apalomeque@hsjdbcn.org