La función de los cuidados intensivos es la asistencia a aquellos pacientes cuya afectación patológica y funcional ha adquirido tal gravedad que representa un peligro actual o potencial para su vida y además es posible su recuperación, y que precisan de una vigilancia constante de sus constantes vitales. Por lo tanto, el objetivo de estas unidades es el diagnóstico y tratamiento de los pacientes que reúnan dos condiciones: a) situación crítica con riesgo actual o potencial de sufrir complicaciones que pongan en riesgo su vida, y b) carácter reversible del proceso patológico.
Aunque existen antecedentes remotos de agrupar a los pacientes más graves en áreas asistenciales diferenciadas (Florence Nightingale; Guerra de Crimea, 1863), fueron las experiencias con los heridos de conflictos bélicos (Segunda Guerra Mundial, Corea, Vietnam) y sobre todo las epidemias de poliomielitis en la década de los cincuenta, las que obligaron a dedicar espacios específicos donde agrupar a los pacientes críticos (Estados Unidos y Dinamarca), en especial aquellos con fracaso respiratorio que requerían un soporte ventilatorio1. Así ya en los años sesenta aparecen las primeras unidades de cuidados intensivos (UCI) con un esquema parecido al actual, y a finales de esa década en el Hospital Vall d'Hebron (Barcelona) se crea la primera pediátrica (UCIP) en nuestro país.
Lo que inicialmente se circunscribía a una recuperación posquirúrgica, con el progresivo dominio de las técnicas ventilatorias, del soporte hemodinámico y de sustitución renal, junto con la evolución tecnológica de todos los equipamientos, hizo expandir el número de potenciales beneficiarios de estas unidades, extrapolando experiencias y protocolos ante situaciones con similar sustrato fisiopatológico y cambiando el pronóstico de casi todas las enfermedades graves; pero también la manera de enfocarlas, los sistemas de vigilancia y control1, los protocolos diagnósticos y el manejo terapéutico. Lo que obligó a una sistematización de la actuación médica y de los cuidados de enfermería, originando pautas o protocolos en cada unidad, y que difundiéndose en el ámbito profesional lograron crear un cuerpo doctrinal propio de una nueva especialidad.
También obligó a una visión más "fisiológica" de la patología médica, ya que muchos de los conceptos de monitorización, diagnósticos o terapéuticos, debían de avanzarse a los datos o parámetros clásicamente conocidos, para poder ir a la raíz de la situación patógena o conocer marcadores precoces que orientasen en los diversos procedimientos empleados y así obtener mejores resultados al intervenir en fases más tempranas de la enfermedad.
En la medicina intensiva del adulto en algunos grandes centros se fueron desgajando del tronco principal, áreas de vigilancia intensiva específicas (posquirúrgica, coronaria, traumatológica, renal, respiratoria, neurocríticos, etc.), primando un aparato del organismo sobre el total. En las UCIP persiste, por suerte y en similitud con el del pediatra general, ese espíritu inicial de polivalencia, de conocimiento global del paciente y de capacidad para ofrecer un soporte vital multiorgánico.
Las UCIP han ido absorbiendo bagaje y experiencias de las UCI de adulto, modificando y adaptando protocolos, ajustando técnicas y diseñando materiales apropiados al múltiple abanico de edades, tamaños y pesos que abarca la edad infantil. También de las unidades neonatales se ha podido aprender, y algunos de sus aspectos terapéuticos y planteamientos fisiopatológicos han ido introduciéndose en nuestras bases de conocimiento.
Pero también desde los cuidados intensivos se ha influido en el nacimiento y desarrollo de muy diversas áreas, que hoy día son autónomas y están bien asentadas, y que han representado importantes avances para diversas especialidades, como la nutrición parenteral total (iniciada en las UCI y potenciada por la experiencia en los catéteres intravenosos), la nutrición enteral exclusiva a débito, los protocolos de reanimación cardiopulmonar (extendidos no sólo a todas las áreas hospitalarias, sino también hacia el exterior), la ventilación domiciliaria (con sus connotaciones de mejoría de la calidad de vida en pacientes crónicos), la ventilación no invasiva, el progreso de las técnicas de monitorización no invasiva (pulsioximetría, capnografía espirada), el transporte de pacientes críticos, las áreas de cuidados intermedios, los sistemas de monitorización, los sistemas de micromuestras para laboratorio; y finalmente, entre otras, los comités de ética asistencial y los cuidados paliativos.
La historia de los cuidados paliativos también ha seguido un proceso paralelo al de las UCI, aunque algo más retrasado en el tiempo2. Parten del aforismo del siglo xiv "Curar, a veces; mejorar a menudo; confortar, siempre", pero no se concretan como tales hasta que en las décadas de los cincuenta y sesenta con la aparición de los quimioterápicos se generaron nuevas esperanzas para los pacientes oncológicos3, que al verse incumplidas en buena parte derivaron en un movimiento destinado a dar soporte a los pacientes en fase terminal y ayudarles a bien morir, desde la base de que la muerte en estas circunstancias no es un fracaso médico y que es posible llevarla con dignidad. La Organización Mundial de la Salud (OMS)4 los define como "el cuidado integral de los pacientes que no responden al tratamiento curativo; siendo primordial el control del dolor y otros síntomas, así como de los problemas psicológicos, sociales y espirituales. La meta de los cuidados paliativos es lograr la mejor calidad de vida posible para los enfermos y sus familiares", lo que supone la atención integral (multidisciplinaria), individualizada y continuada de personas con enfermedad en situación avanzada y terminal, así como de las personas a ellas vinculadas por razones familiares5.
En Inglaterra2 a finales de la década de los sesenta, con el empuje que representó en aquel momento el Nacional Health Service, y con elementos del sustrato anglosajón como la tradición luterana (con el individuo como foco de atención) y las organizaciones sociales compasivas bien arraigadas (Salvation Army), se inicia alguna experiencia multidisciplinaria, que es otra de las características de estas unidades, donde colaboran médicos, enfermeras, asistentes sociales y psicólogos con las familias. En una primera fase funcionaba en pequeñas unidades autónomas con fuerte liderazgo y ya a mediados de los ochenta se integraron en el Servicio Nacional de Salud. En nuestro país a finales de la década de los ochenta se crean las primeras unidades, y en 1991 la primera Infantil (Hospital Sant Joan de Déu, Barcelona)6.
La tipología de pacientes viene caracterizada por7: una enfermedad incurable y progresiva, con escasa capacidad de respuesta al tratamiento específico, con una evolución de carácter oscilante y con frecuentes crisis de necesidades, con intenso impacto emocional y familiar, repercusiones sobre la estructura cuidadora y pronóstico limitado de vida.
En la evolución ambos tipos de soporte asistencial tan aparentemente diferentes han encontrado puntos de conexión y sinergias. Por una parte, los cuidados paliativos antes muy focalizados en el cáncer, su evolución y sus secuelas, han ido con su filosofía abarcando otras enfermedades abocadas a una situación irreversible y en los que pueden ejercer una labor muy positiva, y los cuidados intensivos, que en su época de crecimiento y estabilización sólo buscaban "sacar" a los enfermos, como muestra de la capacidad científica y técnica de los equipos; ya en una etapa de madurez analizan el cómo va a quedar ese paciente, su calidad de vida, el soporte que necesitará por parte de su familia y de la sociedad, y lo que éstas podrán ofrecerle; los recursos y tiempo que va a precisar, etc. Y por tanto se estudia más objetivamente el porvenir de los enfermos y se valoran desde el punto de vista ético las actuaciones terapéuticas.
En la correlación de los cuidados intensivos y paliativos, el punto de encuentro será el momento en que se decide que no hay opciones éticamente válidas para mantener una terapia activa, iniciar alguna otra, o si se debe practicar reanimación si se requiere. Y esta conclusión viene por muy variadas vías8: la evolución del paciente, la falta de respuesta a diversos tratamientos, el mejor conocimiento de la enfermedad de base, las complicaciones presentes o futuras, la situación familiar (el conocimiento de su realidad, de su vivencia de la enfermedad, sus recursos, de los deseos del paciente, de su actitud ante la enfermedad, etc.). Entrando en juego el análisis ético de la actuación del equipo asistencial, debe precisarse que no todos los tratamientos que prolongan la vida biológica resultan humanamente beneficiosos para el paciente como persona y hay que tener claros los conceptos de limitación del esfuerzo terapéutico (LET) y tratamiento fútil.
Las excepciones más importantes al deber de instaurar o continuar tratamientos mantenedores de la vida (LET) son:
1. Progresión de la enfermedad hacia la muerte inminente o cercana.
2. Tratamiento claramente inefectivo o perjudicial.
3. Situaciones en las que la esperanza de vida sea ciertamente breve a pesar del tratamiento y la abstención del mismo permite un mayor cuidado y bienestar para el niño.
4. Tratamiento que impone excesivos sufrimientos y molestias al niño que sobrepasan de manera significativa los beneficios que pueden asegurarse.
Acto médico fútil podría definirse como aquel cuya aplicación al enfermo está desaconsejada porque es clínicamente ineficaz, no mejora el pronóstico, los síntomas o las enfermedades intercurrentes, o porque de manera previsible producirá perjuicios personales, familiares, económicos o sociales desproporcionados al beneficio esperado.
El responsable del paciente en cada paso de la enfermedad debe elegir entre diversas opciones terapéuticas que implican también diferentes opciones evolutivas, y valorar que aunque hoy día exista un importante arsenal9 de medidas de soporte y terapia que pueden lograr, si no curar, al menos mantener al paciente hasta que la enfermedad remita, no hay que caer en el absolutismo del mantenimiento de la vida por encima de todo10,11, sin analizar lo que se entiende por vida, derivando a un empleo irreflexivo, masivo e incontrolado del arsenal médico a nuestro alcance, provocando lo que ya está aceptado como "encarnizamiento terapéutico".
La decisión de irreversibilidad y de no proseguir en una línea de terapia y pasar al paciente a los cuidados paliativos no es fácil, ya que la práctica médica no es una ciencia exacta y siempre queda un grado de incertidumbre, y salvo en casos muy claros con datos objetivos, en otros habrá que moverse dentro de una certeza razonable1, con parámetros como: juicio clínico, elevadas probabilidades, sistemas de valoración, experiencias de casos similares, referencias bibliográficas o estudios comparativos de series más importantes. También la valoración intelectiva del paciente va a ser un parámetro que se debe tener en cuenta, tanto la capacidad de establecer comunicación con el entorno y sus posibilidades de progresión, como la afectación motora y los condicionantes que supongan.
En cualquier caso siempre es conveniente individualizar cada caso e invertir el tiempo necesario para clarificar la situación; en estos momentos es deseable la coincidencia de opinión de todo el equipo asistencial. En esta fase es básica la complicidad de los padres. Siempre se debe buscar una fluida relación con la familia y una línea de información verídica y honesta, de modo que en cada momento sea consciente del estado y posibilidades de su hijo; llegado el momento se tendrá que valorar la situación como irreversible y consensuar la decisión con la familia12, que en ocasiones puede proponer la limitación terapéutica al comprender la situación, otras veces, aunque entiendan bien el problema, necesitan tiempo para poder asimilarlo, hay que apoyar siempre a la familia ya que puede sentirse desamparada y es necesario evitar que vivan la situación como únicos responsables de la decisión de limitar el tratamiento intensivo de su hijo. Debe planteárseles colegiadamente que se ha llegado a la conclusión de que se está delante del final de un proceso, que las medidas que están utilizándose o incluso las que podrían introducirse, no van a representar ningún beneficio para su hijo, y que sólo van a suponer el prolongar una agonía y sufrimiento sin objetivo, y que desde cuidados paliativos se les puede ofrecer un final de la enfermedad sin sufrimiento y con el soporte para todos de unos profesionales adecuados.
Por el contrario, en otras ocasiones puede existir una negativa a cualquier restricción terapéutica. En tal caso se puede continuar con el tratamiento dando más tiempo a la familia para asumir la situación. Se trata de un problema de difícil solución y debería replantearse la cuestión de forma periódica. En todos estos pasos el Comité de Ética Asistencial será de gran ayuda12.
Ante todas las posibilidades descritas hay que ofrecer apoyo total a la familia, dando una información clara y adecuada y no olvidar nunca sus necesidades espirituales y si se opta por la no utilización de ciertas medidas, se asegurarán siempre todos los cuidados encaminados a obtener el máximo bienestar físico y psíquico del niño, extremo que será reconfortante para la familia.
En este marco de actuación y para dar solución a los diferentes problemas comentados es importante contar con los necesarios conocimientos en bioética y también es esencial la inestimable ayuda de los Comités de Ética Asistencial del propio Centro13, entidad que debería existir en cualquier hospital, y que aporta no sólo la experiencia de sus miembros y el trabajo en equipo, sino que al ser su composición heterogénea analiza el problema fuera del ámbito de la propia unidad, "contaminado" por la presión asistencial, familiar y ambiental, ofreciendo una visión más libre y objetiva y por lo tanto con mayor peso decisivo.