La calidad y la seguridad del paciente son principios fundamentales y un componente clave de la atención sanitaria.
El abordaje de la calidad asistencial está más avanzado en adultos que en el área de la pediatría; sin embargo, los niños tienen su propio conjunto único de necesidades de calidad, y aunque la seguridad clínica es un componente esencial de la calidad asistencial, mejorar la calidad de la atención que brindamos implica mucho más que simplemente garantizar la seguridad.
Cuando abordamos los problemas de seguridad y calidad, debemos tener presente las siguientes afirmaciones1: 1) realizar las cosas como de costumbre no nos ayudará a lograr el sistema sanitario que nuestros niños merecen; 2) cada sistema está perfectamente diseñado para lograr unos resultados determinados; 3) el conocimiento no es suficiente si no se aplica. La intención no es suficiente, tenemos que actuar.
Donadebian2 definió la calidad asistencial como «el tipo de atención que se espera que maximice el bienestar del paciente, una vez tenido en cuenta el balance de ganancias y pérdidas que se relacionan con todas las partes del proceso de atención». La definición del National Health Service (NHS) del Reino Unido3 tiene un enfoque más práctico: «hacer las cosas adecuadas (qué) a las personas adecuadas (a quién) en el momento preciso (cuándo) y hacer las cosas bien desde la primera vez (cómo)». La Academia Americana de Pediatría (AAP) considera la calidad como un componente esencial de la asistencia pediátrica y en 2019 realizó una serie de recomendaciones para garantizar un enfoque integral y acelerar los cambios hacia una atención más segura y de mayor calidad4.
No existen prácticas sanitarias que estén completamente libres de riesgo, por tanto, es necesario asumir como objetivo minimizar los riesgos inherentes a la asistencia. En un contexto de tan alta complejidad asistencial y tal grado de expectativas en la sociedad respecto a los resultados de las intervenciones sanitarias, estamos obligados a determinar cuáles son los procedimientos más eficaces, eficientes y seguros aceptables para los pacientes y la sociedad, que vayan más allá de los hábitos, la intuición y las costumbres. Y todo ello en un contexto donde el paciente debe ser un sujeto activo en su proceso asistencial.
Resulta fundamental evaluar la calidad de la actividad asistencial en nuestros servicios de Pediatría. Esto implica comparar lo que se debería hacer con la realidad, identificar las discrepancias, analizar el motivo de las mismas, proponer e introducir los cambios necesarios y, por último, comprobar su eficacia5.
Para ello, podemos utilizar sistemas de gestión de la calidad, que no son otra cosa que herramientas que ayudan a mejorar nuestro desempeño y proporcionan una base sólida para iniciativas de desarrollo sostenible. Una visión global de la gestión de riesgos forma parte de la cultura de la calidad y precisa que todos los profesionales se sientan implicados en la seguridad de la atención a la salud.
Instituciones comprometidas con la calidad en la asistencia, como la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Joint Commission on Accreditation of Healthcare Organizations (JACHO), recomiendan poner en funcionamiento programas de gestión de riesgos sanitarios. Todos los sistemas de salud deberían ser diseñados para prevenir errores. Lo primero es diseñar sistemas que identifiquen y den a conocer los errores o eventos adversos para reducir o evitar su producción. Y es precisamente la Pediatría una de las áreas con mayor desconocimiento sobre los eventos adversos (EA) y con menos estrategias para reducirlos.
Uno de los pilares clave y prioritario en seguridad es trabajar en la gestión de los riesgos para incrementar la seguridad del paciente, entendida como la reducción del riesgo innecesario asociado con la atención sanitaria hasta un mínimo aceptable. La medida del riesgo ligado a los cuidados hospitalarios es una cuestión de importancia para el sistema de salud, tanto en su dimensión sanitaria como económica, jurídica, social y mediática.
El primer paso en la gestión del riesgo es la prevención de sucesos adversos en su triple vertiente: disminuir el riesgo de que aparezcan EA (prevención primaria), abordarlos de forma precoz para minimizar daños (prevención secundaria) y evitar su reaparición reduciendo su impacto (prevención terciaria).
La gestión del riesgo implica una combinación entre el aprendizaje de aquellas cosas que han funcionado mal (enfoque reactivo) y la prevención de riesgos potenciales para evitar que tengan consecuencias e impacto sobre las actuaciones que realizamos (enfoque proactivo). Combinando tanto la visión reactiva como la prospectiva, consideraremos las fases, técnicas y herramientas con que se lleva a cabo de forma habitual la gestión de riesgos.
La gestión del riesgo es una secuencia cíclica de fases que se asemejan a los ciclos de mejora continua P-D-C-A: Plan, Do, Check, Act (Planificar, Hacer, Verificar, Actuar), adaptado al proceso de gestión y mejora de la seguridad del paciente.
Es fundamental el uso de las estrategias para adoptar e integrar las intervenciones de salud basadas en la evidencia y cambios en los patrones de la práctica clínica.
Los mapas de riesgos, como el publicado por Mora-Capín et al.6, son herramientas proactivas que permiten detectar los puntos críticos para la seguridad del paciente durante el proceso asistencial (mediante técnica AMFE o análisis modal de fallos y efectos) con el objetivo de anticiparse, poniendo en marcha acciones de mejora que minimicen la probabilidad de que ocurra un EA. Tal y como los autores destacan en su trabajo, la repetición periódica de estas técnicas permite disminuir el riesgo global de los distintos procesos y subprocesos que constituyen la asistencia en cualquier departamento sanitario (en este caso en un servicio de urgencias hospitalario), sobre todo en cuanto a los modos de fallo más grave y, por tanto, de corrección más prioritaria. Pero además, las causas de fallo suelen ser comunes a otros menos graves, con lo que el efecto de mejora se generaliza. Esto evidentemente requiere un gran esfuerzo del equipo asistencial en su globalidad, y un liderazgo sólido y compartido, con una comunicación efectiva entre profesionales que no todos las unidades y departamentos poseen. Este tipo de iniciativas tienen éxito no por casualidad ni por un esfuerzo puntual, sino más bien refleja una cultura constituida tras años de repetir técnicas de mejora en ciclos P-D-C-A, logrando la esencia de la cultura de la calidad y la seguridad de los centros, unidades y departamentos excelentes. En cualquier caso, es significativo, y a la vez muy inspirador, que, como destacan los autores, sea tan poco habitual ver este tipo de estudios en el que el paciente es el departamento en el que trabajamos, con sus procedimientos y procesos, y el tratamiento es nuestra capacidad de mejorarlos.
La calidad y seguridad del paciente deben ser una prioridad y una exigencia en nuestra actividad clínica como pediatras. Como profesionales debemos liderar el cambio en nuestras organizaciones e impulsar estrategias, programas y proyectos de mejora de la calidad y la seguridad en ellas, que nos ayuden a lograr un entorno de atención médica pediátrica con la calidad de atención que todos los niños merecen.